Primero tomaremos Manhattan

El Real Madrid de Mourinho estaba en la morgue, tapado por una sábana y con una etiqueta prendida del dedo gordo del pie. Ya iban a incinerarlo, cuando, de pronto, el muerto se levantó -anda, coño, pero si era narcolepsia- y, contoneando las caderas como Freddy Mercury, se puso a cantar el We Are The Champions con un estrépito por el que hay testigos que aseguran que, en Cibeles, hubo pájaros que emprendieron el vuelo, por lo que pueda pasar a partir de ahora. Pájaros fueron precisamente los que Colón vio pasar la víspera del avistamiento de América, anunciándole la tierra, el final de las penalidades.

El madridismo necesitaba una noche como la de ayer para volver a instalarse en un olor a napalm que hace imperceptibles los tufos conspirativos. Este Madrí ya había ganado una Liga en el Camp Nou. Pero en lo de ayer hubo un matiz más demoledor para el Barcelona porque, en el choque de estilos, de equipos grandiosos jugando cada uno en la propia ley, prevaleció la fórmula del Real Madrid con una suficiencia desconocida desde los tiempos anteriores a Guardiola. El liderazgo de Xabi, que terminó exhausto, entre líneas. La presión adelantada, que dejó a Messi como para pintarle una cara a un balón y llamarlo Wilson. La solidaridad, la disciplina, sacrificios como el de Di María. Y los zurriagazos a la contra, con Cristiano ganando siempre las espaldas y creándose unos espacios desde los que hacerse un Enola Gay cuya bomba llevara pintado con tiza el recordatorio vengativo de todas las goleadas sufridas.

Justo cuando todo evocaba presentimientos terminales, el Madrí cuajó como nunca la ley del juego en la que quiso iniciarlo Mourinho. La goleada cierra un círculo penitente que se abrió con el 5-0 del primer Clásico. Después de tantos meses de resonar las carcajadas de los gurús, el Real Madrid cauteriza aquella bofetada fundacional a la que siguieron clásicos terribles, trabados, intensísimos, propios de un mundo en el que sólo hubiera comida para una tribu. Derrotado en San Siro y en casa, partidos ambos en los que no acudió Messi al rescate para compensar las fallas estructurales, el Barcelona entra en un periodo de zozobra psicológica en el que acaso haya que empezar a hacerle el reconocimiento de la impronta que dejará. La vuelta contra el Milan podría ser, en ese sentido, un empezar a ser posteridad, como Di Stéfano, el gol de Maradona a los ingleses o el Liverpool de Shankly. Si hay un hueco por ocupar, recuerde el madridismo que fue con Mourinho cuando su equipo aguantó el empuje colosal del gran Barcelona, le quitó tres competiciones, dos de ellas en el mismo Camp Nou, y quedó en posición, a pesar del incomprensible gatillazo en Liga, de diseñar una nueva hegemonía.

Porque el Real Madrid, resucitado cuando le componíamos oraciones fúnebres para la fe y el orgullo, inaugura una inercia nueva con la que aproa Manchester con unas expectativas que permiten adaptar la letra de Cohen: «Primero tomaremos el Camp Nou, y luego tomaremos Old Trafford».